jueves, 9 de junio de 2016

TEST DE APTITUD



Good Fortune, “The Goddess Mercenary Good Fortune” demands extraordinary sacrifices to those who revere.
William James.

“The Personnel Laboratory Inc.” tuvo la amabilidad de permitirme participar de su test para ejecutivos, en un salón en el que estaban examinando a otros aspirantes a ejecutivos, y que precisamente buscaban un candidato para un puesto en marketing.


En realidad querían un hombre mucho más joven.

Así fue como una tarde me encontré dibujando una casa, una mujer, un hombre, un árbol, y contando historias acerca de mi familia.

Los dibujos los hice al tanteo, quizás porque según mis recuerdos hacía veinticinco años que no dibujaba personas o árboles.

Quienes se someten a test con frecuencia están acostumbrados a dibujar esas cosas.

También completé frases: en “Mi suerte en la vida…” agregué “es buena”, lo que resulta ser cierto.

Señalé todo lo que me preocupaba sobre una lista de cuarenta posibles problemas, que abarcaban desde “caer por el espacio”, “gérmenes” hasta “sentimientos de culpa” y “mis enemigos”, pero no incluían a “la pobreza”.

Lo único que marqué como algo que me preocupaba de vez en cuando fue “mis hijos”.
Inventé historias inspiradas en una figura; éste era el llamado test proyectivo.

Se supone que al reaccionar ante una imagen borrosa estaría “proyectando” mi personalidad.

Ordené los cuadros de un relato seriado.

Marqué las cosas que más me gustaría hacer; por ejemplo “ser senador”.

Marqué distintas estrategias ideadas para examinar mi criterio como vendedor, y evidentemente este resultó muy flojo, porque quedé relegado al último 20 por ciento.

Un problema de ventas era éste: “Usted acaba de hacer una oferta y su cliente está dispuesto a comprar.    ¿Qué volumen debe solicitarle que pida?

Marqué la respuesta: “El justo para no asustarlo”.    Pero parece que un auténtico vendedor habría marcado: “El doble del que espero conseguir”,

Mi experiencia con los profesionales del “fundraising” debería haberme indicado que ésta era la respuesta correcta.

Contesté preguntas supuestamente destinadas a indagar mi sentido común.

En un caso me dieron a elegir entre cuatro actitudes a adoptar; “si usted estuviese en el sótano de un teatro y descubriese un incendio…”.

Marqué: “Dedicarme a apagarlo”.    Debería haber marcado: “Comunicarlo a la dirección”.    No se indicaba la magnitud del incendio, punto que me parecía decisivo.

Además, debido a que usaba una falsa identidad para el test, tuve que inventar una biografía imaginaria para la sección: “Antecedentes Personales”, que justificase mi aspiración a un elevado puesto por el cual no tengo el menor interés.

Se ve que fui mal mentiroso, resultó que un domicilio falso que di habría estado en medio del río.

El hombre sentado junto a mí era un “señor Regordete” de edad mediana, que estaba siendo evaluado para un cargo directivo en el departamento comercial de un diario.

Una rubia de modales secos era nuestra encuestadora.
La mayoría de los otros ocupantes del salón parecían ser ya jóvenes ejecutivos.

Me sometí a la prueba durante sólo medio día, pero los otros fueron examinados durante ocho horas.

Les hicieron tests de velocidad, que a mí me fueron perdonados.

Me explicaron que por cortesía me concedían el beneficio de la duda en cuanto a inteligencia.

De modo que no me examinaron en materias como “capacidad idiomática, fluidez mental, razonamiento aritmético, y agilidad numérica”

Era evidente que el joven sentado enfrente de mío realizaba sus pruebas de velocidad mucho más rápidamente que mi maduro vecino.

Una semana más tarde, en las oficinas de “The Personnel Laboratory”, una encantadora psicóloga, me dio delicadamente la mala noticia.

Yo sería un mal candidato para el cargo de ejecutivo de marketing.

Si bien me reconocían sensibilidad, perceptividad, etc., en “discernimiento social” obtuve un “muy elevado” 90 por ciento; era demasiado individualista en mi enfoque de los hechos.

En el manejo de situaciones prácticas me faltaba “esa mentalidad propia de la gente que puede delegar autoridad”.

Comprendí que al decir esto se refería a actitudes tales como la de “apagar el incendio personalmente”.

Demostraba “falta de paciencia” para el detallismo diario exigido.

Y yo no parecía tener la “presión de calderas (la energía violenta e impetuosa de los más jóvenes)”, que la compañía empleadora esperaba de un ejecutivo de marketing.

]Sin embargo, la psicóloga insistió en que probablemente los resultados estaban influidos por el hecho de que yo no buscaba en realidad ese empleo.

Si hubiera estado en juego (verdadero) un puesto apetecido, me explicó, probablemente habría sido “más cuidadoso”.

Mis formularios estaban “desprolijos”.

Un punto de la prueba expresaba: “Si lo aburriese la conversación de una persona conocida, usted…”    Había cuatro posibilidades.

Yo escogí “…escucharía con amable pero hastiada atención” como la mejor respuesta.

Debería haber marcado: “…escucharía con fingido interés”.

Además, si me hubiese dedicado con auténtico entusiasmo a contestar, habría revelado mi verdadera personalidad.

La psicóloga observó que al completar las frases no me quejaba ni me complicaba con melancolías ni autocompasiones.

Al rellenar la frase “Mi madre es…”, escribí simplemente “…una mujer agradable”.
Y luego manifesté que mi padre era “…un hombre agradable”.

Respondiendo a la provocativa invitación a completar “sufro…”, escribí “de diabetes”.

Las imágenes que dibujé y las historias que inventé en base a ellas eran pobres.    Quizás no estaba de “humor proyectivo”.

Desconcerté a la pobre psicóloga con la imagen de la casa que había dibujado dificultosamente.

Era un extraño chalet en el que todo se concentraba en el piso alto.

Abajo coloqué una pequeña puerta, pero luego dibujé una escalera exterior que conducía a una amplia terraza del primer piso situada frente a un inmenso ventanal.
Evidentemente detrás del ventanal había un estudio y sala de estar.

La psicóloga dijo de la casa: “Ojalá pudiese entenderla mejor.    Esto requiere mucha cautela”.

A continuación opinó del dibujo que “sugiere que a usted no le resulta fácil establecer relaciones con los demás.

Probablemente esa escalera exterior que conducía a la terraza y a la sala de estar le pareció un poco rara a una psicóloga en busca de tipos aislados y antisociales.

Lo cierto es que el esbozo reproducía una casa auténtica que yo acababa de construir en una playa de veraneo.

En esta casa había situado la sala de estar y la terraza en el primer piso, con una escalera exterior que conducía a ellas, no por que quisiese evitar conscientemente los contactos personales, sino porque sólo desde el primer piso se tiene un campo visual de 300 grados del Océano Atlántico, por encima de los árboles.

A pesar de esto, como no tengo tipo agresivo, no discutí.

Al fin y al cabo, el dibujar la casa no fue más que un punto en una larga serie de pruebas.

La psicóloga agregó que, si hubiese tenido un verdadero carácter de ejecutivo de marketing, todas las líneas de mis dibujos habrían sido más enérgicas.

Y luego comentó “Las personas están más preocupadas por sus vidas que lo que usted indica aquí”.

Me informó que en mis respuestas había considerables pruebas de irritabilidad, a pesar de que no había pruebas de que fuese en el fondo una persona de esa clase.

Explicó: “Fue brusco y no terminó muchas palabras”.

Entiendo que dos palabras que terminé garabateadas bruscamente, como para que parecieran exasperadas fueron “desprolijada”, al explicar los detalles que molestaban en otras personas, y “fútbol”, al citar el único deporte; no practico ninguno; que se me ocurrió.

Cuando la joven me condujo hacia la salida, por el pasillo, flanqueado por compartimientos; en cada uno había otro joven espigado que promediaba resultados de test; satisfecha me dijo:

-¿Qué le parece, “señor Regordete” tiene un informe que dice “Buen candidato.    Buen criterio de ventas.    Mucho brío y vitalidad”.

Cuando me informó de la conclusión del mío, me comunicó: “Probablemente podrá conservar el cargo que actualmente tenga, pero necesitará una orientación enérgica desde arriba”.

Packard Vance, Los Trepadores de la Pirámide, Editorial Sudamericana SA, 1971, Pág. 64 a 68.

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